lunes, 18 de febrero de 2013

ROSARIO, EL QUEMADITO Y LAS NARCOHISTORIAS


CARTA AL HIJO DEL PANTERA DESPUÉS DE LA MUERTE DEL QUEMADITO

Para entender qué pasa en Rosario, en donde la tasa de homicidios por narcotráfico triplica a la media del país, es necesario ponerle vidas a los hechos. La historia de los Quemados, el Pantera y su hijo, marcada por la muerte y la violencia, impacta porque muestra la cadena de complicidades del narcotráfico y, también, porque se están matando entre vecinos.

Hace justo cuatro años mataron a tu viejo, Juan Domingo Cano, y te persiguieron después de cargárselo de cuatro tiros en la espalda. Te amenazaron a vos, a tu mujer, a tu madre, a tus hijos, y lo denunciaste y nunca nadie, ni la policía, ni la justicia, te quisieron ayudar. Los testigos del crimen de tu padre desaparecieron –o porque alguien los borró del mapa, o porque huyeron después de una advertencia. Todos miraron para otro lado y te quedó claro que en Rosario la mafia manda. Por eso el día en que mataron a Maximiliano Rodríguez, el Quemadito, ese que los testigos dijeron le disparó a tu viejo, pensaste; qué satisfacción. No te dijiste a vos mismo qué felicidad, porque al Quemadito lo conocías de pibe y era un ser humano, una vida, pero sí dijiste qué satisfacción, qué tranquilidad.

Maximiliano Rodríguez, el Quemadito

A tu padre le decían el Pantera, de joven fue boxeador, y laburó hasta que lo despidieron por reclamar sueldos impagos en Newell’s; o al menos eso te dijo él. Era vigilador en el predio de Bella Vista y a veces hacía de culata del presidente Eduardo López; lo acompañaba a la cancha cuando estaba todo mal con la barra, o a tribunales, cuando tenía algún embrollo judicial. Creciste, como tus seis hermanos, al lado de un hombre grande, de pelo largo, de manos importantes, ancho, sin miedo, que te metía por el vestuario a ver los partidos de tu equipo. Ahora, con el cuerpo del enemigo frío, con el Quemadito muerto; con el Quemado, Sergio Rodríguez, su padre, preso por la masacre de hace un año; te sentás al fin a hablar, a contar este tiempo pasado, a ver si comprendemos qué pasa en Rosario. Con tu historia y la del Quemadito capaz que se entienda algo de esa violencia, de ese joven muerto cada 30 horas al que parecen acostumbrarse los socialistas, el gobernador, los sucesivos ministros y los jefes policiales enriquecidos.

Te llamás Juan Andrés Cano, y sos el hijo de Juan Domingo “Pantera” Cano. Cumpliste los 34 y tenés muy claro cómo se fue pudriendo en tu barrio, el populoso Alvear al que algunos le temen. De chico no se veía tanto transa, no había esta profusión de kioscos de merca y de faso. Sabés que el crimen que hizo estallar todo no fue el de tu viejo, que no tuvo gran repercusión y quedó impune, sino que fue la masacre del año nuevo del 2012, cuando el Quemado y otros cuatro llegaron a cobrarse los tiros que otra banda le había dado al Quemadito. El Quemadito había baleado a Facundo Osuna, un pibe de 17, hacía tres días. Esa noche los vecinos que siempre te alertaban cuando aparecía el Quemadito vinieron a avisarte que rondaba en el BMW del padre con la metra FMK3 a la vista de todos; porongueaba con ganas. Algunos hasta te dijeron que tiró al pedo en una zanja para puro mostrar que mandaba en el barrio.

Por las dudas, vos que estabas cenando con tu familia en la vereda, a la vuelta de tu casa, te metiste con todos adentro. El Quemadito no le había dado importancia a los amigos de Osuna. A la una y media de la mañana le vaciaron un cargador desde una moto mientras manejaba el BM. Para entonces esos vecinos que hasta el 2003 vivían de changas en una casa más humilde que la de ustedes, ya  habían acumulado otro BM negro, un Peugeot 307 gris, un Fiat 147 color crema, un Ford Focus gris, un Peugeot 206 bordó, un Megane cupé gris, otro de cuatro puertas color champagne y un Escarabajo rojo. Además de la Kangoo blanca que usaban cuando se movían en banda hacia alguna venganza.

Ese 1 de enero vos ya dormías cuando el Quemado salió en  la Kangoo en busca de los que habían querido matarle al hijo. Era la madrugada. Los tres pibes que cayeron por la ametralladora del Quemado no eran transas, ni soldados, ni tenían nada que ver con esa guerra: eran militantes del Frente Darío Santillán. Supiste eso al día siguiente y el miedo te volvió. Reviviste la muerte de tu padre. Fueron días raros: por un lado la tristeza por los pibes, y esa sensación de alivio cuando casi se la dan al Quemadito. Estuvo internado varios días. Le dieron tres tiros, el cuarto le rozó la nuca, le destruyeron el auto, estuvo en terapia, grave, pero ninguno lo terminó de liquidar. No lo mataron, pensaste, pero por lo menos queda preso. Y quedó: lo acusaron del intento de homicidio de Osuna. Y luego, después de pasar varios meses prófugo, cayó el padre, por la masacre. Pasaste el último año un poco más tranquilo.

Tu viejo, vos estás convencido, era un buen tipo, pero lo empezaron a ensuciar en ese año maldito: no sabés quién, pero en el 2008 alguien largó que el Pantera estaba creído y arañaba la idea de volverse jefe de la barra. Había estado desde el 95 al 2003 trabajando en el predio donde entrena el equipo, y a pesar del despido siguió entrando gratis a la cancha y arreando gente. Hasta cuarenta vecinos solía llevar un domingo de partido local: vos decís que eran pibitos, señoras, gente grande, que no eran barras. Y la verdad que los que conocen la interna de la hinchada no creen que haya tenido capacidad para pretender semejante cosa, sobre todo teniendo en cuenta que el que mandaba era el Pimpi Camino, al que terminaron bajando de un tiro en la puerta hace dos años. El Pimpi, lo saben en Rosario los que se equivocaron con él, apenas notaba que le podías mirar con cariño el trono, te mandaba a poner y no entrabas más en la cancha. Igual, vos mismo sabés que tu viejo peleó desde pibe, y no solo por boxeador: a los 18 le dieron un balazo en la cintura y tuvo que dejar el ring. Después se dedicó a entrenar a otros, y siguió dándole a la soga, por estar en forma, hasta grande. Murió de 49.

Cuando en 2008 corrió aquel rumor ni tu viejo ni vos se imaginaron que le costaría tan caro. La insidia tiene un poder que persiste en el tiempo. Como sea, fue duro para el, y para vos, que entre quince le dieran una paliza y le dijeran: “no te queremos ver nunca más acá, mucho menos atrás del arco”. Ese día te quedó claro que el Quemado y el Quemadito, por más vecinos y conocidos, por más que si se encontraban en la verdulería conversaban con el Pantera, serían para siempre tus enemigos. Unos días después, medio recuperado de los golpes, tu viejo fue hasta la casa del Quemado y lo molió a palos. El Quemado quedó resentido, y con miedo. Nada peor que un transa en ascenso con miedo. Si se encontraban en la panadería, el Quemado salía corriendo. Y le mandaba a la policía. Los de la 18 le decían, a ver Pantera, ¿estás armado? Y a vos te daba risa que tu viejo les contestara: ‘Eh, cada vez que vaya a hacer un mandado me vas a parar’. Vos sabías que el Quemado tenía todo el apoyo de la policía de Rosario, y que ya tenía su bandita.

Por eso no te sorprendió que pasaran unos meses y tu viejo se viera de cerca con la muerte. Estaba sentado en un tapial del barrio, en el cumpleaños de un amigo, tocando la guitarra. Siempre te encantó que fuera músico además de boxeador. Rasgueaba la viola haciendo chacareras, zambas, escondidos. Tu viejo te contó después que vio al Quemado pasar despacio en el Renault 9 bordó. Y entre medio de los invitados apareció un pibe que sacó un arma y le dio seis tiros, cinco en las piernas y uno en el costado derecho de la cintura. El guacho no tenía más de 18, pero sabía hacer su trabajo. Esto te lo manda el Quemado, le dijo. Entonces, por primera vez, supiste que tu viejo también podía arrugar. El Quemado había crecido. Ya se movía en autos nuevos. El Quemadito ya no se juntaba con los pibes del barrio. Era habitué de Yamper, el boliche de cumbia donde van los que la mueven. Para colmo, tu viejo quedó rengo.

Hay gente que por un solo tiro que le pasa cerca se muda de casa. Hay tipos que por un afano, alquilan en otro barrio. Es raro que tu viejo a pesar de que los siguieron amenazando tuviera miedo pero no se moviera. Tampoco quiso denunciar. Sabía que la 18 laburaba con los Quemados. Vos mismo no pasaste más por la taquería; ni por la puerta, ni por la esquina. Llamaban a su casa y le decían a tu vieja que le iban a matar a la hija, a tu hermana. No te sorprendió que cuando averiguaron por el llamado viniera de un almacén que es del padrino del Quemadito. Meses después vos estabas en tu casa, casi a la medianoche. Era el día de los enamorados. Como ayer. Quizás era lo que festejaban en la casa de esos amigos que lo llamaron varias veces para que fuera con la guitarra, hasta que lo convencieron. El remontó en bicicleta por la calle Biedma. Nadie te saca de la cabeza que fue mala suerte que se cruzara, entre Richieri y Suipacha, con un colectivo lleno de hinchas que venían de la Bombonera, donde Newell’s le había ganado a Boca 2 a 0 el día que Palermo volvió de la rotura de ligamentos. Detrás del bondi estaba el 206, con el Quemado en el volante, el Quemadito afuera, apoyado del lado del acompañante. Atrás, dos o tres que nadie identificó.
El Quemado Rodríguez
Vos estabas en tu casa cuando llegó un vecino con la noticia. Corriste con algunos de tus hermanos hasta el lugar y lo encontraste tirado. El colectivo y el auto ya no estaban. Nadie se había atrevido a llevarlo a un hospital. Nunca te vas a olvidar de tu viejo moribundo bajo la luz nocturna de ese verano, ni de la cara de ese rubiecito que estaba en cueros y te dijo que lo había visto todo, que el conocía a los que disparaban, que eran de la calle Dr Riva, la calle de los Quemados. Tampoco de la única vecina que se atrevió a hablarte y vio todo desde su ventana. Ella escuchó cuando el Quemadito le dijo al padre: ahí está el Pantera. En la mano, vio la vecina, el Quemadito tenía un fierro de caño largo, que no le funcionó. Entonces, supiste por la mujer, el Quemado le alcanzó una 9 mm a su hijo, y lo alentó: tomá, tomá, como quien pasa un trago. Vos estás seguro que tu viejo no vio ni escuchó cuando los verdugos lo mataron. Iba hacia una fiesta; seguro pensaba en canciones, en melodías.

Esa noche tenías todos los sentidos en alerta, aunque la muerte suele dejarlo a uno como en un limbo. Y todavía pareciera que escuchás al policía que le preguntó al rubiecito, ¿vos viste todo? Porque enseguida lo subieron al patrullero del comando y se lo llevaron a la comisaría, supuestamente a declarar. Lástima que el pibe no volvió a aparecer por el barrio, se esfumó. Lo viste irse en el patrullero con la remera de Central, orgulloso de ser un canalla testigo del crimen de un leproso. Por eso estaba dispuesto a contarlo todo. Se debe haber arrepentido. A la testigo le pasó lo mismo. Vos estás convencido de que declaró una vez en tribunales y contó todo. Pero cuando la volvieron a llamar, ya no fue. Fue la madre a decir que la habían amenazado y que ella se había mudado a Mar del Plata. Y a pedir que no la buscaran, que tenía miedo, prefería callarse. Te quedaste sin testigos.

En algún momento el miedo se te hizo hábito. No sé si fue cuando decís que el Quemado pasó en la moto, por Crespo y 24 de septiembre, la puerta de la herrería donde trabajabas y te dijo: si me seguís  batiendo la cana te voy a matar como lo maté a tu papá. O fue cuando renunciaste al laburo para encerrarte en tu casa. Tenías razón: cuatro días después tus compañeros te contaron que el Quemadito con el Teletubi –que ahora está preso por la masacre—fueron hasta la herrería y preguntaron: ¿Cano a qué hora entra? Para luego dejarte el mensaje: decile que cuando lo enganchemos lo vamos a matar. No sé si fue al final, cuando estabas esa madrugada con tu esposa y escuchaste música desde afuera, miraste por la ventana y eran ellos, los Quemados. Entonces te escondiste en el techo y esperaste que se fueran, pero alcanzaste a escuchar la discusión. El Quemadito estaba al volante, con una gorrita y una remera celeste. El Quemado tenía la puerta abierta, estaba recostado con un pie afuera del lado del acompañante. Vos le reconociste la voz finita al Quemado que le decía al hijo: Vamos a mandarnos adentro. Y al hijo, por suerte, decir: “No, si ya va a salir”. Hasta que se cansaron y se fueron.

La muerte de tu viejo fue un punto de cambio en el crecimiento de los Quemados. Si es como te cantaron los testigos, lo hicieron ante toda la barra leprosa. Lo supiste cuando luego te dijeron los vecinos cómo se andaban peleando la autoría del crimen: en una esquina, el Quemadito se jactaba: yo lo bajé al Pantera. En la otra, el padre lo desmentía: fui yo. La espectacularidad de la muerte narco es lo que le da sentido a la  escalada violenta. Cuando un capito miserable quiere darse corte en un barrio y demostrar que la tiene más larga que el resto porque le paga a la policía suele matar con ruido. La muerte de tu padre sigue esas reglas: fue el azar el que hizo que se topara con sus asesinos ante un público tan pertinente como el de la hinchada. La escena no fue azarosa: el tiro por la espalda, la demostración de impunidad, la armas listas, el fútbol en el medio. Después de esa muerte los Quemados tuvieron un año de prosperidad. Supiste, como todos en el barrio, que tenían entre seis y ocho kioscos. Y lo saben los que no son corruptos en la infectada policía santafesina: ese era el mercado que los Cantero, la banda más poderosa del tráfico local, y los propios comisarios narcos, le dejaban manejar con soltura a los Quemados.

Lo que quizás no sepas es que todo está tarifado. Al menos así lo dicen en la propia santafesina; así lo confiesa uno de los que no se prende, sentado en su despacho: “A veces después de toda la investigación llegás a hacer el allanamiento y a lo mejor hacés papa, como decimos nosotros. Llegás y no encontrás nada, o muy poca droga, algún menor de edad. Eso es porque alguien levanta un teléfono y avisa”. Lo dice con un mapa de Rosario a sus espaldas, un mapa en el que hay marcas que no sirven para nada. Quizás vos no lo sepas pero en Rosario, dice este policía tan poco común, “el llamado puede salir del propio Tribunal Federal o de la Brigada de Inteligencia que hace la investigación”. Y si le preguntás en confianza al policía que no está en el juego, hasta te dice la tarifa: “Levantar un teléfono cuesta 30 mil pesos. Si el aviso se hace dos días antes puede valer hasta 50 mil. Cada kiosco paga entre 15 y 20 lucas por mes a la comisaría del barrio”. En la causa judicial paralela a la del triple crimen que investigó la complicidad de la cana queda claro que el Quemado estaba protegido por la comisaría 15 y la Zona de Inspección 3, que es la que tiene a cargo todas las taquerías de la zona sur. Nada te sorprende, ¿verdad?
Fin de año no suele ser tranquilo para vos. Casi a fines de diciembre el Quemadito salió en libertad y te lo llegaron a contar: andaba dando vueltas por el barrio, volvía a hacerse el poronga. Quiso apretar a la familia de los pibes de su banda que mandaron al frente al Quemado por la masacre. Como si alguien lo hiciera por vos, el padre de uno le dio una paliza. Lo que no sabías es que el Quemadito estaba en la mira de demasiados. Y que en la justicia ya sabían que desde la cárcel intentaba rearmar el negocio de su padre. Se preparaba para reconstruir la banda que habían logrado tener: en las escuchas telefónicas que tienen los fiscales aparece queriendo instalar una cocina de cocaína para tener su propia mercancía. Era lógico: había perdido la impunidad que tenía en la época en que murió tu padre. Eso sí, dinero no le faltaba. Vivía en un departamento de siete mil pesos mensuales en la Avenida Pellegrini. Se movía en un Astra cero kilómetro.

Con el Quemadito en la calle dejaste de dormir bien. El alivio casi te llega cuando el 28 de enero dos pibes pasaron caminando por la puerta de la casa de su novia, Sofía Laffatigue, y le dispararon. Con un solo tiro en la pierna lo dejaron en muletas. Esas son las que llevaba el 5 de febrero. Eran las seis y media de la tarde. Había entrado a buscar plata en un cajero del centro, en Corrientes y Pellegrini. Estaba desarmado. Seguía el destino del hijo del transa; un camino cerrado, hecho del mandato del no te rendirás. Ni sabiendo que lo buscaban unos y otros, ni consciente de que los Cantero ya no le darían juego, y que en la policía la protección se había perdido, se pudo cuidar. El asesinato del que te enteraste por tu hermano luego fue un ejemplo de crimen organizado hasta para el juez de la causa. Limpito. Sin que los sicarios corrieran riesgos. El Quemadito apenas alcanzó a ver el brillo del arma a centímetros de la cabeza. En la vereda quedó su gorra, intacta solo en la visera, manchada de muerte, estallada, contra el piso. Cuando tu hermano te lo dijo prendiste la tele, y viste en Canal 5 la noticia. Ya se habían llevado el cuerpo en una ambulancia. Ya habían calmado a la novia que gritaba. Ya se habían dispersado los curiosos. Y a vos, hijo del Pantera, ya te había dado esa sensación tan rara, esa satisfacción parecida a la paz de los muertos.

Por Cristian Alarcón. Investigación: Sebastián Ortega y Equipo Cosecha Roja.

El Comando Megafón dejó que hablara la carta al hijo del Pantera ¿para qué agregar más? la realidad está a la vista aunque los muchachos y las chicas que tienen la responsabilidad del gobierno en la provincia de Santa Fe se hagan los boludos. 
Casas más, casas menos, esa poli se parece a la bonaerense ¿o no? Chau muchachos y ¡Viva Perón carajo!